Cuento de ALBERTO FERNANDEZ albertofernandez@speedy.com.ar
Foday era compañero mío en un postgrado de Sociología en la Universidad de Cambridge. Yo me había recibido de médico en la Argentina. El facho del Decano, nos dijo que éramos muchos en el país. ¡Como si se hubieran acabado las enfermedades! Todos eran sanos. Se necesitaban más contadores para llenar las planillas, más abogados para los juicios hipotecarios.
Compartíamos la misma pieza y era habitual en las charlas un intercambio de ideas sobre nuestros respectivos países.
Recuerdo algunas de las expresiones de aquellos días referidas a su tierra natal:
-“Nos dejaron miseria, hambre, enfermedades. Volvieron disfrazados de Naciones Unidas, con armas de última generación, tabaco, whisky, drogas. Todo lo tienen en un libro. Saben lo que hacen. Yo era muy chico cuando se fueron de África, en el sesenta y uno. Nos dijeron que ya éramos libres. Pero no para el hambre y sus secuelas. Libertad para vivir en la pobreza, en la incertidumbre.”
Cuando nos separamos recibía cartas de él desde distintos lugares. En una de ellas decía:
- “Por esas contradicciones de la historia, cuando me gradué en Inglaterra, me propusieron recibir entrenamiento militar en los Estados Unidos. Tengo en cuenta las consideraciones sobre la historia de tu país. Recuerdo me decías que nadie se interesaba por el pueblo. Cuando se iban dejaban bien definidas las clases sociales. Todo era cuestión de enfrentarlas. Total el control de la economía les pertenecía”.
Me alisté en los Cascos Azules. Mi destino era el mismo país de mi amigo en Cambridge. Me pareció que esa era una manera de ayudar al ser humano. Esa lacra que queda después de las guerras y las pestes. Supieron que era argentino y se acordaban más de Maradona que del Ché
De pronto nos vimos rodeados por las tropas insurgentes. Nos apresaron metiéndonos en cuevas. Me informaron que el jefe de los rebeldes era el propio Foday.
Él estaba seguro que los Cascos de la ONU eran unos infiltrados que pasaban información al enemigo. Nos mandó apresar. Le tenía sin cuidado la opinión internacional. La guerra no se maneja con el parámetro de la ética. Ya casi dominaban todo el país y pronto tendrían el poder. Las iglesias del mundo, las embajadas, los consulados, se ocuparon de los pobres rehenes. Los secuestrados de un lado pasaban a ser prisioneros de guerra del otro .Ninguno se refirió antes a la indigencia de ese pueblo. Ninguno protestó por el pasado colonialista, ni por la educación, el hambre o la salud.
Foday recorrió las prisiones y de pronto me reconoció. El compañero de Cambridge. Me llevó a su carpa de campaña y conversamos un largo rato interrumpido por soldados que traían informaciones.
Me dio la opción de luchar con ellos o volver a la Argentina. Opté por partir. Conocía bien mis ideas. Sus últimas palabras fueron que sabía que en mi cabeza brillaba más la figura de Guevara que la de Hipócrates.
Por último dijo -Sé que un día volverás. Acá o en otro lugar del planeta.
Foday era compañero mío en un postgrado de Sociología en la Universidad de Cambridge. Yo me había recibido de médico en la Argentina. El facho del Decano, nos dijo que éramos muchos en el país. ¡Como si se hubieran acabado las enfermedades! Todos eran sanos. Se necesitaban más contadores para llenar las planillas, más abogados para los juicios hipotecarios.
Compartíamos la misma pieza y era habitual en las charlas un intercambio de ideas sobre nuestros respectivos países.
Recuerdo algunas de las expresiones de aquellos días referidas a su tierra natal:
-“Nos dejaron miseria, hambre, enfermedades. Volvieron disfrazados de Naciones Unidas, con armas de última generación, tabaco, whisky, drogas. Todo lo tienen en un libro. Saben lo que hacen. Yo era muy chico cuando se fueron de África, en el sesenta y uno. Nos dijeron que ya éramos libres. Pero no para el hambre y sus secuelas. Libertad para vivir en la pobreza, en la incertidumbre.”
Cuando nos separamos recibía cartas de él desde distintos lugares. En una de ellas decía:
- “Por esas contradicciones de la historia, cuando me gradué en Inglaterra, me propusieron recibir entrenamiento militar en los Estados Unidos. Tengo en cuenta las consideraciones sobre la historia de tu país. Recuerdo me decías que nadie se interesaba por el pueblo. Cuando se iban dejaban bien definidas las clases sociales. Todo era cuestión de enfrentarlas. Total el control de la economía les pertenecía”.
Me alisté en los Cascos Azules. Mi destino era el mismo país de mi amigo en Cambridge. Me pareció que esa era una manera de ayudar al ser humano. Esa lacra que queda después de las guerras y las pestes. Supieron que era argentino y se acordaban más de Maradona que del Ché
De pronto nos vimos rodeados por las tropas insurgentes. Nos apresaron metiéndonos en cuevas. Me informaron que el jefe de los rebeldes era el propio Foday.
Él estaba seguro que los Cascos de la ONU eran unos infiltrados que pasaban información al enemigo. Nos mandó apresar. Le tenía sin cuidado la opinión internacional. La guerra no se maneja con el parámetro de la ética. Ya casi dominaban todo el país y pronto tendrían el poder. Las iglesias del mundo, las embajadas, los consulados, se ocuparon de los pobres rehenes. Los secuestrados de un lado pasaban a ser prisioneros de guerra del otro .Ninguno se refirió antes a la indigencia de ese pueblo. Ninguno protestó por el pasado colonialista, ni por la educación, el hambre o la salud.
Foday recorrió las prisiones y de pronto me reconoció. El compañero de Cambridge. Me llevó a su carpa de campaña y conversamos un largo rato interrumpido por soldados que traían informaciones.
Me dio la opción de luchar con ellos o volver a la Argentina. Opté por partir. Conocía bien mis ideas. Sus últimas palabras fueron que sabía que en mi cabeza brillaba más la figura de Guevara que la de Hipócrates.
Por último dijo -Sé que un día volverás. Acá o en otro lugar del planeta.
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