EL VIENTO, ÚNICO AMIGO Mañana me marcho, -dijo
Rogelio a sus compañeros- diez años es mucho tiempo en esta soledad patagónica. Es cierto que necesitaba vivir así, libremente y no me quejo; pero ya estoy extrañando e los pocos parientes que tengo una hermana y dos sobrinos. ¡Deben estar grandes los chicos! Por eso quiero verlos y quedarme un tiempo con ellos, después Dios dirá.
Al día siguiente, ya en el ómnibus, se despide de sus camaradas. Desde la ventanilla ve como se van perdiendo a la distancia y un dejo de nostalgia quiere filtrarse en su pecho. Sólo un momento, el recuerdo de los suyos lo invade y una mezcla de emoción y ternura borra todo otro sentimiento.
Los hombres al verlo marchar movieron
resignadamente la cabeza. Lo entendían. Después, caminando sin apuro, regresaron a la vivienda, una especie de galpón-dormitorio-baño-cocina-comedor, en donde habían convivido los últimos años. El lugar semejaba a una ancha cueva. La única división era una pared separando el baño del resto de la estancia. En ésta, en completo desorden, podían apreciarse restos de muebles de los cuales nadie sabía la procedencia. Todo era gris en ese sitio, igual que las vidas de los seres que lo habitaban. Hombres grises, de rostros impasibles, curtidos por el frío y el viento, que solo se
diferenciaban por la forma de hablar; pero algo más tenían en común. A veces, como siguiendo una huella invisible, vagaban por la playa, oteando el horizonte, o se quedaban largas horas alucinados, viendo ese cielo
increíblemente estrellado.
Es un viaje largo y monótono.
Rogelio compra en las paradas del camino algunas revistas y diarios de la ciudad. Tantas noticias de robos, asaltos, violaciones, lo asquean. Todo es violencia, -piensa- y no quiere seguir leyendo. Pensativo mira el paisaje y otra vez su mente lo lleva a imaginar el próximo encuentro con la familia. Está seguro de que su hermana sigue viviendo en la antigua casa de la niñez. La gente como ella –se dice- no acostumbra mudarse. Sueña despierto. Sonríe recordando el bien cuidado jardín en el cual jugaban de chicos con los amigos. Las flores en todos los patios. Balcones a la calle repletos de
malvones. La gente sentada en las puertas de las casas en las noches de verano, tomando mate en la vereda. Los recuerdos le hacen bien, se siente feliz.
Al fin llega a destino. Le agrada caminar esas pocas cuadras que lo separan de su antiguo hogar. Irá saboreando los espacios tan conocidos de antes. Son las ocho de la mañana y el frío es intenso. ¡Se había olvidado de que estaban en otoño! Mira sus calles, las casas; no hay muchos cambios. Sin embargo, no se siente bien, algo se le escapa y no sabe qué es. Se da cuenta de que muy pocas personas circulan por las veredas a esa hora y las que lo hacen, lo miran recelosas, caminan rápido, casi corriendo, como si estuvieran al acecho para salir justo en el momento en que arriba algún colectivo. Parecen almas fugitivas -medita-. Es entonces cuando siente un creciente malestar, algo físico parece rozarlo. No comprende qué, pero está ahí. Se queda quieto, mira hacia ambos lados, luego, lentamente retoma el camino. Entonces entiende. “Es eso” – dice- “las rejas. Y anda. A su paso van quedando las rejas. Cada vez más altas, más fuertes. Atrás, temerosas, atisban las casas. Cada vez más pequeñas, parecen de juguete,
casitas de muñecas. Como en una pesadilla,
Rogelio se ve caminando en medio de un ancho pasillo, de una moderna e inmensa cárcel, de árboles mutilados. Cercos, rejas, ventanas, rejas, balcones, rejas, rejas…
Cierra los ojos, se siente extraño, se estremece. No es un mal sueño: están ahí, las rejas lo persiguen, crecen. Piensa en la gente, en los que viven atrás de esas puertas y ventanas enrejadas, en su hermana, en la casa… ¿Qué pasará si continúa avanzando? No puede, no quiere seguir. Sólo el pensar en lo que le espera si prosigue, le eriza la piel. Se acuerda de sus compañeros del Sur,
embriagándose con el roce de los vientos sobre la piel. El viento, su único amigo. Siente miedo. Da la vuelta. Apresura el paso. Corre.